El elogio de la zafiedad.

El elogio de la zafiedad. Por Luis Quiñones.

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(«Apolo de Belvedere», Roma, Museos Vaticanos)

Desde tiempos remotos la belleza se ha asociado a otros conceptos, que hicieron del término «bello» un extraño árbol en que sus ramas apuntaban a otras ideas tales como la justicia, el bien, el deseo o el conocimiento. Aunque no supieron definir con exactitud cuándo algo era bello, sí que supieron expresar que la irresistible belleza de Helena justificó la Guerra de Troya. Platón expulsó de su república ideal a los poetas, porque pensaba que la belleza de los poemas era engañosa, y que sin verdades difícilmente se pueden construir naciones que estén guiadas por la virtud. Aunque expulsara a los poetas por mentirosos redomados, en El Banquete se afirma: «si algo hace que la vida merezca ser vivida, es contemplar lo bello», donde convergen lo sensorial y lo intelectivo, porque será en el Hipias Mayor cuando Sócrates afirme que lo más hermoso del mundo es la sabiduría.

En el arte, la belleza es una forma de expresar también lo feo, tal y como afirma Umberto Eco, haciendo el artista con ella hermosos la muerte o el odio, generándose así una tensión que va más allá del bien y del mal, y que tiende, siempre según Eco, hacia lo absoluto. El concepto de «belleza», por tanto, consigue mantener la cohesión de un mundo armónico, donde sentidos y razón se mueven en una misma dirección.

¿Pero qué ocurriría si no existiera ni siquiera un ápice de belleza en ese mundo? ¿Qué ocurriría si todo se convirtiera en zafio y mezquino? La zafiedad es la cualidad de quien hace gala de su grosería y falta de valores, de quien es tosco en sus modales y su educación. El origen del término zafio hay que buscarlo en el refinado mundo de Al-Andalus, desde donde penetra en nuestra lengua y se convierte, poco a poco, en el espíritu de lo esencialmente español. Ya lo vio nuestro querido poeta Antonio Machado, maldiciendo a quien embiste cuando se digna en usar su cabeza.

Corren tiempos que parecen impregnados de zafiedad. Zafios programas de televisión donde se grita y se pavonea gente analfabeta, elevada a modélica, por jóvenes y no tan jóvenes; zafios presentadores que balbucean el idioma como si lo hubieran aprendido recientemente; zafiedades en boca de directores de periódico que se jactan de sus propias simplezas; vulgaridades ensordecedoras de indignos representantes del deporte o la llamada cultura; y, peor aún, una ruda ciudadanía que aplaude a políticos y personajes de todo tipo, incapaz de comprender que la ausencia de belleza (inteligencia, sabiduría, justicia…) es tan terrible como las armas, la pobreza material o la contaminación, las dictaduras o el tráfico de drogas.

Se desciende peligrosamente por la pendiente de la zafiedad que todo lo impregna: mala educación, incapacidad de escuchar a los demás, velocidades de vértigo, acosadores profesionales y conformistas que no saben reconocer cuándo es algo bello, si no es a través de la publicidad engañosa de perfumes con cuerpos de escándalo.

La educación en la belleza es la asignatura pendiente de un sistema tan fuertemente mercantilizado como en el que vivimos. Las múltiples reformas educativas poco se han interesado por lo bello. La belleza sufre una crisis de identidad en el apergaminado mundo en que la economía parece moverlo todo. Y es la inutilidad de la belleza la que la hace más bella aún: el arte, su contemplación, un poema, un concierto. La filosofía se reduce en nuestro sistema educativo y el lenguaje es mero instrumento para la comunicación; la música y la educación plástica casi desaparecen del currículo con esta artimaña política a la que han llamado ley educativa: otro destrozo más en el devastado bosque de la cultura española y de las humanidades.

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(Gárgola de la Catedral de Burgos)

¿Y con qué fin se exalta desde el poder, se auspicia y se financia la zafiedad? Desde las primeras novelas de Dickens, el realismo empieza a poner en evidencia la existencia de un mundo terrible: barrizales, fábricas, barrios de extrarradio poblados de miseria y enfermedades. El capitalismo se retrata en el arte con la misma fealdad con que se expresaba el hombre medieval reduciendo a la cara horrorosa de las gárgolas su eterna idea del mal. La zafiedad es el modo en que un mundo feo se puede considerar habitable e incluso digno. La zafiedad, con su poder contaminante y contagioso, se extiende con facilidad (no requiere esfuerzo, no cuesta dinero) para distorsionar nuestra capacidad de observación del mundo. En definitiva, es fácil ser zafio.

El sabio Juan Ramón nos lo escribió en un solo verso: «Eternidad, belleza». La belleza tiene la cualidad de lo eterno. Lo tosco es, al contrario, efímero, volátil, inservible, caduco, lo que en términos de estrategia económica se llama «obsolescencia programada». Solo un fin tienen los que elogian la zafiedad: conservar la riqueza que, dicen, solo les pertenece a ellos, sin tenerles que rendir cuentas a quienes miran porque tienen ojos pero no ven porque no quieren.

2 comentarios en “El elogio de la zafiedad.

  1. Fantástica disquisición sobre la belleza y la zafiedad. La primera es difícil de definir; la segunda, simplemente, se palpa, se nota… Es como un chasquido en nuestra sensibilidad cuando surge. Hay que odiarla para recordar que debemos despreciarla.

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