Contra la censura

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Contra la censura. Por Javier Barrio.

Voy a escribir, después de un tiempo, un nuevo texto para La Ametralladora. Han cambiado algunas cosas en estos meses en los que hemos guardado silencio, ahora se lanza uno a la escritura con recelo, con la mosca detrás de la oreja. Tomo las palabras, las sopeso, las pongo en una balanza; en el otro plato “denuncia”, “multa”, “libertad”. ¡Ah, qué tiempos tan oscuros! ¡Quién nos lo iba a decir! Escribir es hoy, de nuevo, en España, oficio peligroso, tarea arriesgada (cualquier manifestación artística, de hecho, lo es). Hasta los nombres míticos del Imperio se escandalizan: “La ley antiterrorista en España permite la caza de brujas”, reza en un artículo Raphael Zinder en el New York Times. Ellos, que de brujas y de cazas han tenido y tienen lo suyo.

No se levanta uno sin un nuevo sobresalto, -así no hay quien tome el desayuno con la calma y el reposo que me recomienda mi psiconeuroinmunólogo-: hoy, día en que esto escribo, 22 de febrero del 2018, andan con la retirada de las fotos del mercadillo de Arco porque el pie de unas fotos no gustaba –los demás participantes del mercadillo, todo hay que decirlo, sin decir esta boca es mía, es lo que tienen los mercados, solo sirven para vender-; ayer el secuestro de un libro, Fariña, por la demanda de un alcalde que se siente injuriado en él por unos hechos que están probados, -si el sentirse injuriado fuera motivo de delito yo a muchos los tenía ya en la trena-; antes de ayer el rapero al que piden tres años y medio de cárcel por las letras de una canción –esperemos que Estrasburgo remedie la inepcia de los tribunales patrios-; hace un tiempo los chistes de Zapata, los tuits sobre Carrero Blanco, los titiriteros -sobre los que ya escribí por aquí hace unos  meses…– , tiempos difíciles, en fin, para la libertad de expresión y las garantías judiciales.

Cada caso es un mundo y merece por sí solo su tiempo de reflexión y debate, y no voy a insistir en lo necesario que sería instruir a ciertas autoridades sobre la diferencia entre la realidad y la ficción, el alcance que una y otra tienen, lo que pretenden, cuáles son sus límites y sus responsabilidades. Cuánto nos perdemos al no querer diferenciar bien esto: que el arte es una representación, y que en la brecha entre esa representación y lo representado caben tantos mundos como entre la brecha que se abre y separa la realidad de nuestra conciencia, un laberinto de posibilidades y elucubraciones. Pero dadas las cosas, a saber: que todo puede ser denunciado por injurias a las personas o a los sentimientos -sobre todo si son religiosos-, por exaltación del terrorismo, por incitación al odio y a la violencia –como si no fuera eso decirle a un jubilado que ahorre dos euros al año o a un trabajador que trabaje más para cobrar menos–, y un largo etcétera; y dado que el homo hispanicus de la era tuiter se la coge con papel de fumar y que nadie parece dispuesto a entender que una cosa es el gusto, que hay tantos como colores, y otra la legalidad de los actos; y dado también que algunos no están dispuestos a aceptar la libertad de expresión con el desafío que tal libertad supone, aquellos que bien se apresuran a gritar “Je suis Charlie” pero no les mentes a la madre, que entonces todo cambia; y que España, no nos engañemos, siempre ha sido un país atestado de mojigatos, beatas, santurrones e inquisidores; dadas estas cosas y muchas otras que mi escasa capacidad analítica no llega a dilucidar, tenemos, pues, que tomar medidas inmediatas que no acaben con nuestros huesos en el juzgado y en la cárcel.

 

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Porque lo que no debemos hacer ni plantearnos bajo ningún concepto es lo que ellos quieren: que callemos. He ahí el fondo de la cuestión, que a los poderes de toda laya les importa un bledo la honorabilidad de las personas, sus sentimientos, o si exaltan o no a la violencia hacia los demás –insisto, nadie incita a la violencia tan bien y con tanta eficacia como el menage a troiss de nuestros tres unidísimos poderes–, si ofenden o ultrajan a los otros… Ellos solo quieren una cosa: silencio y obediencia. Y para ello se valen de cualquier medio y de cualquier circunstancia -es reflexión para otro día cómo han utilizado el conflicto catalán para apretar aún más su mordaza-. Hoy el poder es astuto, viste traje de seda y se maquilla, e usa un inmenso catálogo de disfraces muy pintones. No hemos, pues, de callarnos, la palabra y el arte han de seguir agitando las conciencias y generando preguntas a los seres humanos, desviándonos del dogma y del lugar común. Pero tenemos que actuar con inteligencia y volver al empleo de estrategias, en nuestro caso lingüísticas, que quizás tenemos un poco olvidadas. ¿Cuáles pueden ser esas estrategias? Muy sencillas, no pretendo descubrir la pólvora, todos las conocemos, solo que nos hemos idiotizado tanto “gracias” a la era digital y todos sus ingenios idiotizantes que ya las hemos olvidado. Ironía, sarcasmo, rodeos perifrásticos o circunloquios, alusiones, mensajes indirectos, paralelismos con otros temas o situaciones que permitan a las claras entender la referencia al presente, incluso morse, señales de humo, o un lenguaje inventado de tal forma que si yo digo “kukú” todos entiendan fulano y si añado “mumú” todos lean “ladrón”… El arte es el mundo de las posibilidades, es terreno donde solo se abona con libertad, si no los frutos no son válidos, son transgénicos. Usemos el humor y la ironía como pilares de nuestras diatribas contra el poder, hasta que nuestros eminentes legisladores legislen contra ellos, ya inventaremos entonces algo nuevo. Pensemos fríamente antes de lanzarnos a decir o hacer lo primero a que nos impela nuestro cabreo, un poco de aire y de distancia siempre reconstituyen nuestro cuerpo y nuestra alma. Huyamos, pues, como de la peste, de nuestro móvil idiotizante cuando estemos encolerizados, pues nos abrirá una puerta llamada “red social” que nos tentará al suicidio, detrás de estos inventos no hay sino guillotinas. Leamos de nuevo Las Meninas, de Buero Vallejo, o El resistible ascenso de Arturo Ui, de Bertolt Brecht, o muchos otros clásicos en tiempos de mordaza y censura, para inspirarnos –o ya de paso que alguien las lleve a las tablas, son necesarias obras así hoy-. Metáforas, alegorías, exprimamos, en fin, los lenguajes del arte con todas sus posibilidades para seguir peleando contra quienes solo quieren coaccionarnos para seguir blindando sus intereses y sus privilegios.

Voy a repasar bien mi texto, varias veces; lejos de mi intención ofender los sentimientos, laicos o religiosos, de nadie. Y mucho más lejos pasarme estos días por Leganitos o por Plaza de Castilla.

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