El triunfo de la zafiedad.

El triunfo de la zafiedad. Por Luis Quiñones. 

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Cuando se elogia la zafiedad puede que la zafiedad gobierne. La zafiedad y su poder contaminante se extienden como una mancha de aceite; lo zafio se adensa en la conciencia colectiva y se instala en la vida cotidiana. La estrategia de lo zafio supera lo estético y se convierte en ideología. Owen Jones, en Chavs, lo explica con sus incisivos análisis. Con la demonización de la clase obrera, acusada de vivir de subvenciones y ridiculizada, primero, por los medios de comunicación y, después, dignificada su caricatura, se ha creado una división entre los trabajadores, muchos de ellos convencidos de pertenecer a la clase media o, mejor, desclasados, que se han ido convirtiendo en conservadores de lo poco que poseen y alejándose de esos otros que han visto como sus propios enemigos.  Mientras las clases bajas se reivindican en lo zafio (basta con poner algún canal de televisión, cuya audiencia supera lo imaginable) se ha conseguido lo que el poder británico pretendía, especialmente en los años noventa: desactivar el movimiento obrero en los extrarradios de las citys.

Owen Jones, sin embargo, no se queda en el frío análisis; se prodiga en augurios que poco a poco se van cumpliendo. Una «derecha audaz», afirma Jones, vendrá a cubrir el hueco que ha dejado la conciencia de clase, responsabilizando a inmigrantes y a instancias supranacionales de los problemas de la gente más humilde. Nutrida la pobreza y revestida de incultura, el trabajo está hecho. Son las viejas democracias tradicionales europeas las que han potenciado el surgimiento de esta zafiedad política. La crisis económica, el paro, una educación precaria, un acceso a la formación universitaria cada vez más caro, los conflictos migratorios en muchos casos generados por Occidente, la amenaza terrorista y la ausencia de esperanzas en el futuro, con más recortes sociales y con una cultura cada vez más acentuada del miedo están generando movimientos de insatisfacción que convenientemente recogidos en un discurso ambiguo, que mezcla el patriotismo y el paternalismo, cala entre los chavs, entre esos individuos que sin capacidad crítica aceptan las tesis que están aupando al poder a neofascistas y nacionalistas. Los franceses más humildes, los pobres sin conciencia de clase que ha generado el propio sistema, la gente sin futuro y sin formación, es la que está apoyando precisamente estos movimientos más propios de la Europa de los años treinta y cuyas consecuencias son a un mismo tiempo impredecibles, pero bien conocidas.

El fenómeno Trump en Estados Unidos es precisamente el resultado de la insatisfacción de las clases trabajadoras norteamericanas: escasos salarios, incertidumbre y unas reformas de la anterior administración de Obama que no han cuajado ni mejorado la vida de la gente más desfavorecida. El 72% de la población blanca sin estudios universitarios ha votado a Trump, que no es un «antisistema», como se le ha llegado a calificar, sino un radical representante de ese mismo sistema que lo ha alzado al poder. Machista, racista, homófobo, nacionalista y liberal, Trump representa a la ultraderecha americana, a los sectores más reaccionarios del sistema, al Tea Party, a la Asociación del Rifle y a una masa social sin estudios superiores y sin un solo atisbo de conciencia de clase. Zafiedad sobre zafiedad, su discurso se articula con una mezcla de retórica entre pueril y postfascista, de un vago sueño americano que está bien lejos de lo que es el estado del bienestar: lo entienden tanto las élites atildadas, que lo condenan por sus descaradas maneras, pero que le aplauden por haber puesto de su parte a una gran masa obrera, como la gente más humilde y en situaciones más precarias (gente sin seguros médicos, inmigrantes mal pagados y profesionales empobrecidos con la crisis).

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El 91% de los seguidores de Donald Trump es blanco. Sus apoyos están principalmente en el grupo de hombres blancos, solteros, con bajo nivel educativo y mayoritariamente conservadores. Un 36% dice ser evangélico y un 34% acude a la iglesia una vez por semana. Otro tercio de sus seguidores en Iowa y New Hampshire, los estados donde en febrero comenzó el proceso de nominación, carece de titulación universitaria, extendiéndose en todo el país a más de un 70% de todos los votantes no universitarios norteamericanos, según datos de la cadena NBC. Así mismo tres estados, sobre todo industriales, y con una gran población trabajadora, según Univisión, han facilitado el gobierno a Trump: Michigan, Wisconsin y Pennsylvania, tradicionalmente demócratas, superando en más de cien mil votos los sufragios a los conservadores.

La zafiedad ya gobierna. Y lo hace con el voto de los zafios. Esta zafiedad la han ido cosechando lentamente los gobernantes de las institucionales y democráticas naciones occidentales. Demonizando a la clase obrera, en términos de Jones, pero también desmontando sistemas educativos, recortando en servicios básicos, liberalizando sectores estratégicos, empobreciendo a los estados y a las familias, permitiendo la reducción de salarios, hiriendo de muerte las democracias con su corrupción, desprestigiando la cultura y ofreciendo a cambio de todo eso una prensa manipulada y unos nutridos excedentes de telabasura, desinformación y zafiedad. Los gobernantes internacionales fingen sorpresa y preocupación; y es lógico, porque el plan que ellos mismo habían urdido para perpetuarse en el poder está permitiendo que ahora les desalojen empujados desde una ultraderecha refundada.

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(fuente: realtimespolitics.com)

El fenómeno se repite y se repetirá en otras naciones. En el Reino Unido, el brexit fue apoyado con el mismo discurso de la xenofobia con que ha ganado Trump, apoyado desde las posturas más conservadores y rurales británicas. Marine Le Pen ha sido la primera en felicitar al multimillonario Trump, ella que se ofrece como la solución a los problemas de Francia y que recoge el voto zafio: exceso de inmigrantes, salida de la Unión Europea, cerrar las fronteras, etc., como soluciones a la incapacidad de los últimos gobiernos franceses de mejorar sus índices de fracaso escolar, integración y frenar el empobrecimiento de los trabajadores, cuya única respuesta fue una reforma laboral que recortaba derechos, realizada paradógicamente por el propio Partido Socialista Francés.

España no es una isla en este proceso. Los índices de fracaso escolar, una ley educativa que profundiza en las diferencias, como la LOMCE, y una masa de trabajadores pobres que ha dejado en la cuneta esta crisis económica empiezan a ser indiciarios de un vertiginoso descenso por la senda del populismo. La corrupción política y la falta de creencias en el sistema están motivando fisuras importantes; no solo por la irrupción de nuevos partidos políticos, sino porque un mayor grado de indignación entre la población que mejor representa la defunción del sistema lo único que ha conseguido es volver a poner en el poder a la derecha española. El perfil de los votantes de Podemos no se ajusta a los perfiles de otros partidos que han surgido en Europa ni al de los seguidores de Trump, debido sobre todo a que casi un 40% de los votantes de estas nuevas formaciones tienen estudios universitarios, bastante por encima de la media de los partidos tradicionales, según el informe del CIS de abril de 2016.

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Si bien en España el fenómeno de la ultraderecha zafia no se ha manifestado aún como en Holanda, Austria, Francia, Alemania o Polonia, la victoria de Trump ejercerá un poder himnótico entre la gentuza que aplaude la estupidez. El showman Trump querrá vendernos sus casinos, sus apartamentos de lujo y hará inversiones en la zafiedad que, tarde o temprano, terminaremos importando sin que le importe a mucha gente; zafiedad que ya abonamos en nuestro país y que terminará dando sus funestos frutos, si no ponemos freno a la vulgaridad ideológica, al empobrecimiento generalizado y si no nos empeñamos en restaurar el sistema educativo como motor imprescindible de equilibrio social y como única respuesta a los excesos de un sistema que muestra su debilidad en la grosería.

 

 

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